Ediciones EM+Texto__LA POÉTICA DE LA INTIMIDAD. Exposición y Libro de artista. Ana Monsó. LA POÉTICA DE LA INTIMIDAD. Pigment Gallery. Barcelona (2ª Parte)

LA POÉTICA DE LA INTIMIDAD

No entraremos en la complejidad filosófica del ser, ese ente que se define de maneras contradictorias según la corriente de pensamiento que se siga. Más allá de todas las investigaciones y divagaciones en el terreno del ser, las preguntas siguen siendo las mismas: qué es el ser y por qué existe, qué significa ser y adónde se dirige la existencia.

De un modo somero y superficial, el ser hace referencia al Yo como cosa: a esa parte física o material, a algo o alguien que tiene entidad, que es perceptible por los sentidos; a esa sustancia aristotélica que se compone de materia y forma indisolubles. Pero esto en nada distingue el ser biológico, humano o animal, de una piedra, un objeto o un artefacto tecnológico. Y está claro: nadie duda que el ser es algo más que materia visible. Platón, por su parte, afirmaba de un modo radical que el ser es la idea, eterna, absoluta e inmutable, negando así la parte física al ser como entidad biológica. Los idealistas y materialistas —así como todos los movimientos herederos o críticos surgidos a partir de ellos—, han ido ampliando y desarrollando argumentos y teorías para dilucidar la enorme complejidad y la rareza que entraña el ser.

Lo que nos proporcionan todas estas reflexiones y líneas de pensamiento —además de una tremenda confusión—, es una variedad de aspectos imprescindibles en la aproximación al concepto ser. Porque ser también es un verbo. Es decir, la acción de ser: la experiencia del existir con su participación en estar, encontrarse, coexistir y preservarse; así como la capacidad de actuar, elaborar, ejecutar, conducirse o ejercer.

Las cuestiones que nos interesan son el individuo como entidad y el diálogo que se instaura entre cuerpo y conciencia, exterior e interior en una unidad —más o menos comunicada—, que hay que nombrar, aunque no nos guste, cuyo resultante es el Yo. Pero ese Yo no es inmutable ni eterno: está dotado de capacidad de aprendizaje y libre albedrío, posee una cierta autonomía en su modo de sentir y pensar, así como de aptitudes para desarrollar sus ideas y emociones.

Los individuos mantenemos una tensión constante entre la mímesis y la singularidad. Como seres sociales necesitamos sentirnos parte de una familia, un colectivo, un pueblo, una sociedad o un país. Es inexcusable esa identificación con unas ideas de grupo o una cultura; ser idéntico a otros con los que se comparte un espacio físico y un momento histórico. Para ello, se deben conocer los códigos que permiten mantener el grupo unido: un lenguaje que facilite la comunicación y las reglas convenidas por la comunidad o sus representantes que posibiliten relaciones entre los miembros del colectivo, así como el intercambio con el resto de grupos. Este sistema de cohesión es muy eficiente como estrategia de supervivencia. Sin embargo, las normas pueden chocar con la libertad que comporta la individualidad, y entrar en conflicto directo cuando los límites del contrato social son restrictivos para el desarrollo y la expresión de la persona en singular.

En este sentido, distinguirse es algo que atañe a la parte exterior del ser, a todo aquello que lo relaciona con la esfera pública: cuando habla y se viste, qué trabajo realiza y cómo, dónde vive y cómo es su casa, y un largo etcétera que en el contexto actual se ha ampliado por la presentación y exhibición en redes sociales. De este modo, la capacidad o necesidad de ser alguien distinto —porque cada uno tiene un modo de ser no idéntico— está sometida, consciente o inconscientemente, a imperativos sociales que poco o nada tienen que ver con la intimidad del Yo: cómo uno se escucha, se siente y se tiene a sí mismo.

En la expresión de uno mismo se conjugan dos voces. De un lado está la voz pre-racional, que tiene que ver con emociones más instintivas. Es la fuente de la que manan todos los aspectos tácitos e implícitos que son propios y diferenciadores del que se expresa. En un segundo término se encuentra el lenguaje, lugar donde interviene la racionalidad para dar forma comprensible a las emociones sentidas, hacia la exterioridad o publicación de la información.

Aquí hay que advertir de un error muy común que desencadena una cadena de pequeños fallos que, a su vez, llevan a una confusión mayor entre intimidad, privacidad e identidad. La primera falacia de la intimidad de las que enumera José Luis Pardo es la de definirla como la esencia o naturaleza del Yo. Lo cierto es que no existe una verdad fundamental y unívoca, ni una estructura sólida en la que se basa el carácter o la personalidad, que constituyan el origen de la representación exterior de la identidad, también erróneamente considerada como una realidad sólida e inmóvil.

El Yo, ese tenerse a uno mismo, no es racional, y por tanto no puede explicarse con palabras, ni responde a una concreción objetiva. No tiene significado ni sentido, alude a una imposibilidad, a un vacío, a la omisión de ser. Aquí se esconde la paradoja: el ser presencia y ausencia al unísono, la cara y la cruz de una misma moneda. El Yo más íntimo está unido a su No Yo, un desequilibrio que le hace ser y no ser, estar y no estar. Esa tensión es inexorable porque se traduce en la inestabilidad de fuerzas opuestas que garantizan el flujo e intercambio que es la base de lo vivo, en sentido orgánico y figurado. Nada que sea estable produce vida; mucho menos nuestro mundo más íntimo.

La intimidad del ser está conformada, así, por el desequilibrio, lo que conduce al individuo a una situación de aparente debilidad y fragilidad. Sin embargo, cada uno de nosotros es alguien gracias a las propias flaquezas e insuficiencias en igual medida que a las virtudes y fortalezas. Somos alguien porque mantenemos la tensión y la comunicación entre ellas. Nos distinguimos de la nada inamovible, porque existe una pugna entre las fuerzas que nos sostienen en pie y las que tienden a doblegarnos. De todo ello deducimos que el individuo es alguien, no tanto por lo que es, ni siquiera por lo que es y no es, sino por su modo de ser: es decir, por cómo conecta y equilibra los dos ámbitos de su Yo.

El desasosiego de la subjetividad por encontrase a sí misma se ralentiza al aceptar la intimidad poética. Esa que se desvela sin mostrarse, la que se propone sin estructurar un relato, aquella que se dice sin articular palabras. La intimidad poética es inabarcable y sus ecos llegan a todos los resquicios de la subjetividad del individuo. Solo hay que darle la oportunidad de ser sonido y silencio, y en esta interacción se origina una música capaz de autorregular las dualidades cíclicas de todo sistema consciente en un constante fluir.

Pero los individuos anhelan ser alguien y pertenecer a algo o algún lugar. Y, realmente, ¿qué nos aportaría más felicidad? ¿Esa realización exterior o disfrutar más de escucharnos a nosotros mismos, sentirnos y ser coherentes con la fragilidad que implica ser con ese vaivén de oposiciones visibles y ocultas? La situación requiere, quizá, entablar cierta negociación, estableciendo puentes entre la habilidad de saborearnos íntimamente y los convencionalismos sociales imperantes en sociedad.

De lo expuesto hasta ahora se pueden extraer dos conclusiones:

Por un lado, las personas no tendrían que sufrir por ser alguien singular o pertenecer a un grupo que le dé entidad o identidad, ya que la individualidad no necesita distinguirse del otro; porque gracias a la intimidad en tensión y en diálogo activo, el individuo nunca termina de definirse en algo fijo con la que publicitarse; y si esta no es una realización plena ni acabada, tampoco podría identificarse con algo concreto y objetivo, ni ser idéntico a nadie, ni siquiera a sí mismo.

En segundo lugar, el individuo no ha de luchar por diferenciarse de la nada, porque es precisamente el vacío lo que hace posible al individuo. Gracias al vacío estamos dotados de forma, somos realidad objetiva y podemos desarrollar nuestras funciones. Esta idea se aclara con un ejemplo muy sencillo: imaginemos un vaso que no tuviera el hueco interior. Sería un bloque macizo incapaz de contener ningún líquido. El vacío que deja el interior de las paredes del vaso es justo lo que da forma al vaso y le permite cumplir su función de contenedor. La nada, o el no-vaso, es lo que le permite ser vaso y, por tanto, esa posibilidad que le concede el vacío le define tanto como el propio vaso objetivo y visible. Es, por ello, que el individuo está en permanente comunicación con el individuo que no es y que al mismo tiempo le da una forma y entidad física y mental. El no individuo que somos, pero podemos llegar a ser, es la condición de posibilidad que alude a la libertad misma.

Las carencias de la intimidad del ser, aunque puedan traducirse en fragilidad, es lo que mantiene la vida, al facultar el intercambio entre el ser y el no ser, el algo y la nada, la presencia y la ausencia. Por tanto, no solo autoriza la acción, sino que la garantiza.

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