Ensayo__ EL TESTIGO. LA ÉTICA DE LA SUPERVIVENCIA

J’Acusse (Yo Acuso). Kader Attia.
Las cicatrices nos recuerdan que nuestro pasado es real. FUNDACIÓN  MIRÓ, Barcelona.

EL TESTIGO. LA ÉTICA DE LA SUPERVIVENCIA

El filósofo italiano Giorgio Agamben se ha procurado explicar en su libro Lo que queda de Auschwitz la laguna dejada por lo impensable de la guerra, el absoluto horror de la barbarie nazi y lo inimaginable del exterminio nazi. Ha optado por escuchar los testimonios de los supervivientes, tan infravalorados por los historiadores, ya que los consideran poco objetivos, parciales e imcompletos. Son fragmentos de lo indecible por espantoso e increíbles, escapan a la lógica de un orden racional y desmontan los dogmas éticos del ser humano. Sin embargo, es imprescindible evitar que lo razonable silencie o descarte las declaraciones de los testigos aunque estas sean confusas o sesgadas. Esa laguna de lo no dicho, sí puede ser pensada e imaginada, es susceptible de generar “imágenes pese a todo” tal como el historiador del arte Didi-Huberman ha explicado en su libro con el mismo título.

Artistas como Kader Attia han querido explorar esas lagunas y representar a través de la instalación “J’Acusse” su visión particular del horror de la guerra y sus terribles consecuencias para las víctimas.

La parte central es la proyección de la película del director Abel Gance del mismo título “Yo acuso” en castellano. Se trata de un film realizado en 1937 y viene a ser la continuación de la película del mismo título realizada en 1919, en cine mudo, donde se narra la historia de un trío amoroso en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Es la segunda parte la que interesa a Attia porque el protagonista, superviviente de la guerra, había prometido que nunca se olvidaría de sus camaradas muertos y que se encargaría de que algo tan terrible como fue la Gran Guerra no se repitiera. El ambiente de tensión en Europa de los años prebélicos le hizo a Ganze volver sobre el tema de la guerra, esta vez en cine sonoro, utilizando el desasosiego que el mismo protagonista siente al ver que en las esferas políticas y económicas no se hace nada por rebajar la escalada de tensión. 

 Es una película premonitoria de la IGM que advierte y recuerda lo ocurrido 20 años atrás. El protagonista angustiado por la incompetencia y corrupción vuelve a Verdún, donde luchó y se conmemora a las víctimas, para pedirles ayuda en el cumplimiento de su misión pacificadora. Se desencadena una especie de tormenta apocalíptica donde la llamada de socorro se convierte en una sublevación de los muertos de la guerra de todos los bandos. Una oleada de zombis de todas las nacionalidades participantes salen de sus tumbas, incluso los monumentos al soldado desconocido se materializan en una suerte de catástrofe bíblica y avanzan en marabunta, que puede oírse pero no verse, hacia todos los rincones de Europa.  

La instalación se completa con una audiencia compuesta de bustos tallados muy toscamente en madera sobre altos y finos soportes de hierro a modo de tronco y piernas. Pero estos espectadores que observan la película están heridos, los rostros están marcados por profundas hendiduras; parecen sólidos pero están seriamente dañados. Son la representación de la gente normal, trabajadores, no intelectuales, que contemplan impasibles, petrificados, la catástrofe que se anuncia.

Kader Attia aúna en esta instalación las dos visiones sobre arte que enfrentó en un debate dialéctico a Adorno y Benjamin y sobre el que se discutió a lo largo de las décadas posteriores hasta desembocar en la posmodernidad y en la era poscrítica del siglo XXI. La reproductibilidad de la fotografía y del cine que Benjamin defendió queda aquí expresada con la película de Ganze de claro contenido político, crítico con el fascismo y con el capitalismo ciego que no ve venir el peligro de la guerra, y si lo ve, parece preferir los beneficios económicos que reportará. En el cine, por medio de su reproductibilidad técnica, queda devaluado el aquí y ahora de la obra de arte, se anula su aura pero enfatiza su dimensión cultural al poder llevar los contenidos más lejos y a más público. De esta manera, la reproducción mecánica, dice Benjamin, incrementa la visibilidad de la obra de arte de tal modo que se produce un desplazamiento cuantitativo que beneficiará el cambio cualitativo. Es decir el arte reproducible adquiere la facultad de ser más democrático: no sólo es percibido por las élites privilegiadas, sino que además goza de mayor autonomía al poder salir de los museos y de las esferas de poder, con el añadido de ser un lenguaje más cercano al público y más comprensible por la mayoría. Todo ello refuerza su función política y social haciéndola más efectiva, según Benjamin.

Sin embargo, Adorno defendía la autonomía del arte en el sentido que este pudiera desvincularse de los poderes y los vencedores, que son quienes escriben la historia y pueden financiar las obras de arte para su confirmación y gloria. Es por esto que defendió un arte que pudiera posicionarse políticamente a través de la formalización y no tanto por el contenido. No confiaba en la eliminación de barreras que la fotografía y el cine suponían, y aunque no se casaba con la idea de genio idealista que crea de la nada (algo que negaba rotundamente Benjamin, también) sí consideraba que el artista, el pensador, en definitiva, el intelectual tenía una mayor autoridad sobre las personas no formadas, para poder mantenerse al margen de las ideologías políticas, de cualquier tendencia creativa y del mercado del arte, y ejercer una posición política autónoma en la forma de expresar y manifestar su contenido.

Susan Buck-Morss advierte del optimismo de Benjamin cuando defendía el poder cognitivo de cualquier manifestación cultural mediada por la tecnología. Sin embargo, el mismo Benjamin sentencia que “todo empeño por estetizar la política termina en una única salida: la guerra”. Pudo comprobarlo en la política colonial de Mussolini en Etiopía o en la intervención alemana a favor del bando franquista en la Guerra Civil Española.

La cuestión sobre la que el arte incide una y otra vez, es sobre el aspecto del cómo contar lo que se quiere transmitir. Un problema que trata de estar por encima del mercado y de la interpretación sesgada y restringida que se hizo sobre el pensamiento de Adorno, frivolizándolo en la frase “el arte por el arte”; Sentencia que sirvió a Greenberg y Barr para reconstruir una historia del arte parcial y condicionada a los intereses políticos americanos para argumentar la defensa de la abstracción en el Expresionismo abstracto americano del siglo XX.

Esta pieza explora territorios donde forma y contenido se encuentren. Aquí se expone una realidad histórica terrorífica desde el punto de vista del pueblo, posicionándose políticamente junto a las víctimas de la violencia. Incluye la película reproducida innumerables veces desde su realización en 1937, pero lo hace de una forma única que enfatiza su contenido político al hacer llegar el mensaje del horror de la guerra predecible como algo inminente; la sufriente audiencia asume, fría y paralizada, un acontecimiento que no puede evitar. El artista no renuncia al misterio que produce la obra de arte, ese doble fondo donde se navega entre lo que se da a ver y lo que se sugiere, del mismo modo que trata de hacerse comprensible y acercarse al pueblo para hablar de lo próximo, de las micropolíticas de lo concreto que además pueden extenderse más allá del hecho puntual; esta advertencia continúa vigente hoy como lo fue en los años 30.

La disposición de la audiencia de forma dispersa e individualizada sugiere la enorme soledad de los seres representados. No se puede decir que tengan miedo ni que se defiendan, parecen haber perdido la capacidad de percibir y sentir. Pero estos seres nada tienen que ver con el sujeto trascendental de Kant, ese ser moralmente insensible que se desvincula de sus sentidos para asegurar su autonomía y no tener miedos ni apegos al mundo material que vuelve al individuo pasivo, susceptible a la pena y la tristeza. Sin embargo, conocer solo a través de la cognición no tiene sentido; estudios del cerebro han demostrado su importancia como una parte más de la percepción sensorial y nuestro contacto con la naturaleza.

Kader Attia pone de relieve lo que significa el exceso de la guerra y el sufrimiento extremo que convierte a los testigos en doblemente víctimas: heridos y mutilados por las atrocidades y damnificados de la obstrucción del sistema sinestésico que paraliza; en ellos se ha producido, más que un quebranto del principio de autopreservación de Kant, un shock freudiano como barrera que protege de la sobresaturación. El espectador de Attia ni tiene miedo, ni puede deshacerse de él, su respuesta motora remite a la que sufría el “musulmán” en Auschwitz. Muslemann, hombres momia, muertos vivos, eran nombres que le daban los propios prisioneros del campo a aquellos que estaban tan enfermos y desnutridos que perdían la actividad y el habla, incluso la voluntad de vivir. Aunque no hay acuerdo en las razones del uso del término, Ryn y Klodzinsky dicen que cuando se observaba un grupo de estos enfermos de lejos daba la impresión de que eran árabes en posición de rezo. También podría venir del término árabe muslim que designa al que se somete a la voluntad de Dios.

En cualquier caso estos prisioneros estaban en tierra de nadie, viviendo una no-existencia entre los vivos, un deportado sin esperanza que ya no es capaz de distinguir entre humano e inhumano, entre vida y muerte y sin embargo, paradójicamente para Agamben constituye el “testigo integral”. En esa no-vida en un no-lugar le otorga cierto significado político; entiende que se crea un estado jurídico perfecto para el fascismo que tiene a la comunidad sin capacidad para opinar o rebatir, sin posibilidad de actuar o defenderse. La situación extrema se convierte en cotidiana (por la asombrosa facultad de adaptarse que tiene el individuo) y sirve para mantener a raya al resto de presos, quienes a su vez no quieren convertirse en ese ser de vida vegetativa y conformista.

El musulmán es el ser separado del espacio y del tiempo y a la vez es el núcleo alrededor del cual la vida en el campo giraba en círculos concéntricos que no se tocan ni se comunican, pero se refuerzan. Es ese ser invisible al que nadie quiere mirar, como un no-hombre que aterra, pero al mismo tiempo del que no es posible sustraerse. Como los muertos vivientes de la película de Gance que se hacen presentes y cuya mirada de otro mundo horroriza por la expresión de una realidad de certificado de muerte. Este “ser inhumano” invoca e interpela al humano o testigo, también víctima dañada y privada de libertad, a dar testimonio de lo que parece imposible de ver. El testigo ha de hacer un esfuerzo por humanizar al musulmán y concederle dignidad a ese no-ser convertido en cosa.

El shock anestético que produce la violencia extrema no debe ser una razón para que los historiadores invaliden el testimonio de las víctimas supervivientes; no es lícito aislar al testigo de su relación con la experiencia sufrida y obviar su memoria.

Pero otra vez vuelve a asaltar la duda: en una sociedad tecnificada el individuo corre el riesgo de confundirse con la masa, con el cuerpo social tratado como un organismo indiferenciado y ahora además potenciado por el anonimato de internet. Son muchas las preguntas que deben abordarse sobre las imágenes y el arte mediado tecnológicamente ¿Cuál es el terreno que pisa el arte? ¿Estamos ante una fantasía imaginaria que aísla de la realidad? ¿Se suma al efecto de los shocks continuados que adormecen e inactivan o por el contrario se fortalece su capacidad de despertar y activar? La cámara y la pantalla de cine pueden convertirse en una herramienta útil que amplifica el poder humano, pero al mismo tiempo evidencia su pequeñez. En la pantalla se refleja el mundo objetivo y las diferentes subjetividades de manera fría, como un escudo que protege del dolor porque lo vemos como un cuerpo físico ajeno a nosotros. Nos permite experimentar sin mancharnos las manos y soportar los shocks continuados de nuestro sistema violento de administración; la estética tecnológicamente mediada nos devuelve la ilusión de control. Las ventajas de la pantalla es que puede actuar como el espejo de Lacan donde el reflejo podría ayudarnos al reconocimiento del mal.

Primo Levi se lamenta en un pasaje de su libro Los hundidos y los salvados de que “los mejores han muerto todos”. Pero quizá los musulmanes, a pesar de ser los testigos integrales no hubieran sido los más adecuados por su incapacidad de observar, recordar, reflexionar y expresarse. Sin embargo, con su muerte dan valor a su virtud y su fe. El testigo que presenta Attia está tocado por el sufrimiento y la experiencia dramática, está herido pero no hundido; todavía se tiene en pie, erguido, observa, y, a pesar de que el resto gire la cara para no acabar convirtiéndose en estatua de piedra, los testigos no son la Gorgona de la que hay que apartar la mirada, ellos no tienen que sentir la vergüenza de haber sobrevivido. Paradójicamente la dignidad que hacía falta para resistir en el infierno es la que les hace sentir una contradicción moral: la vergüenza y la culpa.

Al musulmán se le ha colocado en un territorio más allá de la ética: al ser un no-hombre, lo apropiado es no mirarle, no dirigirle la palabra; ha traspasado el límite de la dignidad humana, está al margen del respeto y la ética. Explicaba Primo Levi la desesperación que sentían muchos prisioneros cuando fueron liberados de los campos: una mezcla de sentimientos al volver a ser hombres (algo que le había sido negado durante su cautiverio), de volver a tener voluntad y libertad sobre sus cuerpos y pensamiento, algo que entrañaba una enorme responsabilidad. Apelar a la responsabilidad parece entrañar una idea de obligatoriedad poco generosa y Agamben opina que está demasiado asociada a la culpa; desde mi punto de vista, es más una tarea que implicaba volver del otro lado de la frontera, lo que significaba retomar su amor propio olvidado, un reanudar la opción de ser un “sí-hombre”.

Responsabilidad y culpa son términos jurídicos que se relacionan con el derecho; no sirven para el campo de la ética ya que se manifiestan insuficientes y opacos. Sin embargo, es más confuso aún cuando se introducen las reglas cívicas en las que cualquier responsabilidad moral debe implicar responsabilidad jurídica y se constata que cualquier admisión moral se revela como más noble y, por el contrario, ayuda a esquivar las responsabilidades penales y políticas.

Al testigo de Kader Attia no se le da la opción de no ver y de no hablar. El que ha visto la guerra, las muertes indiscriminadas, la deportación en los campos de exterminio, los refugiados que lo han perdido todo, los mutilados, la tortura, el hambre y el sufrimiento de los niños, el que ha presenciado el horror no puede callar, para no elevarlo a la categoría de mito, y nada de esto es sagrado. Por eso Kader Attia coloca a sus víctimas frente a las imágenes de lo inimaginable, porque queremos hablar sobre ello, mirar el horror, enfrentarnos a los hechos que existieron desgraciadamente porque alguien los imaginó. Esta audiencia anónima es perfectamente capaz de observar, entender e imaginar estos relatos del horror porque también ha experimentado el dolor, ha vivido otras guerras cuyas huellas han quedado impresas en sus rostros. Son damnificados que han observado otras batallas, otras víctimas, testigos que Agamben no considera como “verdaderos testigos” sino “testigos por delegación”, pero igualmente válidos, porque a pesar de no haber muerto en la experiencia extrema, la han observado de cerca y nos ofrecen sus fragmentos de vida para recomponer la imagen- puzle que surge de la laguna del olvido.

la víctima que testimonia no se le puede reprochar su malestar ante la posibilidad de poder hablar, de poder hacer, de poder ser, de poder sufrir; no se les puede censurar el haberse “convertido en inhumanos”, por soportar aquello que “podían soportar”, mientras otros, como los musulmanes, los testigos integrales caían por el camino. Por el contrario, los miembros de la SS fueron incapaces de testimoniar, según ellos no dejaron de “ser hombres honestos”, “no soportaron decir” aquello que sí podían soportar.

“Vivo, luego soy culpable” son palabras de los supervivientes de Auschwitz que sienten que han suplantado a otro. Agamben diferencia dos tipos opuestos de los que se han salvado del exterminio: el que siente la culpa de haber salido del campo y el que exhibe la supervivencia como una presunción de inocencia. Ambos participan del mismo grado de solidaridad a la víctima extrema, y en los dos existe la misma incapacidad de superar la vergüenza que supone “ser sujeto en los dos sentidos opuestos: estar sometido y ser soberano”.

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Bibliografía                                                                                                   

AGAMBEN, Giorgio: Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Valencia, Pre-Textos, 2014.

BENJAMIN, Walter: La obra de arte en la época de su reproducción mecánica. Madrid, Casimiro libros, 2013.

BUCK-MORSS, Susan:  Estética y anestésica. Una revisión del ensayo de Walter Benjamin sobre la obra de arte, La balsa de la  medusa, 25 (1993).

DIDI-HUBERMANN, Georges: -Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Barcelona, Paidós, 2017.

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